La batalla de Ayacucho se libró el 9 de diciembre de 1824 y fue el último gran enfrentamiento armado que sostuvieron los ejércitos españoles y patriotas en el largo camino hacia la independencia.

Con la victoria de Sucre, que anhelaba Simón Bolívar, no sólo se selló la independencia del Perú y de América del Sur, sino que con ella nació también la República de Bolívar, hoy Bolivia.

Editada sobre el Óleo de la batalla de Ayacucho. (Obra de Martín Tovar y Tovar)
Editada sobre el Óleo de la batalla de Ayacucho. (Obra de Martín Tovar y Tovar)

Las cartas de la guerra

Las cartas, durante la larga guerra de la independencia, constituían el elemento de mayor importancia, ya que no existía otra forma de comunicación a distancia. Ellas indicaban los movimientos militares, o los planes o los puntos de vista internos e internacionales, revelaban el criterio sobre las personas, relataban el amor, difundían doctrinas.

Las comunicaciones, como se las llamaban en la época, eran un elemento más en la compleja maquinaria de la guerra.

Una de ellas, remitida por el Libertador Simón Bolívar al general Antonio José de Sucre en abril de 1824, desencadenó una serie de sucesos que luego provocaron el choque desigual de dos grandes ejércitos, la desaparición del Virreinato del Perú, la libertad definitiva de las Américas y el surgimiento de un nuevo Estado: la República Bolívar.

Rebelión de Olañeta

Al comenzar el año 1824, todo el ejército realista del Alto Perú de 4.000 hombres se sublevó junto al caudillo absolutista español Pedro Antonio Olañeta contra el virrey del Perú, José de la Serna, tras saberse que en España había caído el gobierno constitucional.

Olañeta ordenó el ataque de los realistas altoperuanos contra los constitucionales del Virreinato peruano. La Serna cambió sus planes de batir a Bolívar y mandó a Jerónimo Valdés con una fuerza de 5.000 veteranos a cruzar el río Desaguadero, lo que se llevó a cabo el 22 de enero de 1824, para dirigirlo a Potosí contra su antiguo subordinado.

El ejército español se hallaba dividido y desmontado en su aparato defensivo con 9.000 combatientes luchando entre sí en el Alto Perú. 9.000 soldados menos para la resistencia contra Bolívar.

El destino encegueció a los españoles. Se peleaban entre sí cuando ya no existían ni el Virreinato del Río de la Plata ni ningún otro, pues toda la América hallábase independizada, con la excepción del Perú.

A la caza de Canterac

Fue en esas circunstancias que Sucre recibió instrucciones terminantes de Bolívar. “A consecuencia de todo esto, yo pienso que debemos movernos en todo el mes de mayo contra Jauja a buscar a (José de) Canterac, que no nos puede resistir”, le decía el Libertador al general venezolano.

Jauja está detrás del macizo de los Andes, en el mismo paralelo de Lima y en la altiplanicie. En mayo marchará Sucre. La carta es de abril de 1824.

La más grande dificultad para la marcha del ejército libertador era el mal estado de los caminos, pues llovía mucho, y el escaso alimento para los hombres, los caballos y el ganado.

“No permita usted –le decía Bolívar a Sucre en la comunicación- que los caballos se hierren con las herraduras que se han mandado porque los clavos no valen nada, nada. Los caballos buenos, útiles, que se vayan engordando con cebada. Tenemos 1.400 hombres de caballería por lo menos; cada hombre irá montado en una mula y llevará su caballo del diestro. El parque y el bagaje nos ocuparán 1.000 mulas y debe llevar reemplazos. Diez mil reses de repuesto serán pocas. Se debe mandar labrar galletas. Haga usted que a los caballos de la costa se les hagan todos los remedios imaginables a fin de que se les endurezcan los cascos, quemándose con planchas de hierro caliente y bañándoselos con cocuiza; si es posible, que estén bajo cubierta”.

Sucre, en la altiplanicie ya, detrás de la Cordillera Blanca, se ocupó en preparar la vía para los ejércitos que iban a atravesarla pronto.

La Cordillera Blanca es en esa parte uno de los cordones de los Andes más elevados, más abruptos y más desprovistos de recursos. Sus pasos son estrechos senderos, pendientes y roca resbaladiza, bordeados por profundos precipicios, cortados por los cauces de los arroyos y con frecuentes estrechuras por donde sólo puede transitar un hombre.

Sucre hizo componer los pasos más difíciles, construyó puentes; de trecho en trecho situó una suerte de tambos, que los indígenas de la región llaman pascanas, con víveres y forraje. Con gran juicio adoptó disposiciones para facilitar la marcha del ejército a Pasco, distante cerca de 200 leguas (1.000 kilómetros) de Cajamarca por el terreno más áspero del montañoso país.

Era su propósito que las fuerzas llegasen en lo posible intactas: podía presentarse una batalla en cualquier momento.

A la caza de Sucre

El ejército español, dirigido por el virrey José de la Serna y los generales José Canterac y Jerónimo Valdés, que había retornado de su expedición contra Pedro Antonio Olañeta, se había puesto en camino, en busca de los republicanos de Sucre. Corría el mes de octubre de 1824.

Las avanzadas y servicios de exploración de los independentistas descubrieron esos movimientos a tiempo, pero cuando ya esos cuerpos, de más de 10.000 hombres, iban aproximándose a Andahuaylas, donde se habían detenido las fuerzas de Sucre.

Como La Serna iba en dirección de sur a norte, los de Sucre tomaron ese mismo rumbo, acercándose cada día más.

El general cumanés, en presencia de las nuevas circunstancias, pidió a Bolívar instrucciones y exigió que se le permitiese librar batalla. El Libertador autorizó el choque, cualesquiera que fuesen los resultados.

La nota la leyó Sucre cinco días antes de la batalla de Ayacucho.

El 30 de noviembre, en esa inminencia de choque en que iban todos, el general español Valdés cantó victoria. Había desplegado un movimiento envolvente, situándose en la retaguardia de los republicanos. Al pasar el río Pampas, éstos quedaron entre dos fuegos.

He aquí lo que dijo Valdés: “Hemos terminado la campaña tan felizmente como no se ha visto jamás terminar ninguna; aturdido Sucre con nuestro movimiento envolvente, se ha metido donde no le es posible salir”.

Mientras los españoles cantaban victoria, Sucre atravesaba el río, protegido por las sombras. Valdés no creyó que se podía caminar por la noche en aquellas zonas y quedó burlado.

Dos ejércitos se miden

Tras esta maniobra en falso del general Valdés, los dos ejércitos fueron avanzando rumbo al norte en dos líneas paralelas que no tenían una separación de más de 10 kilómetros.

Los pelotones de vanguardia vigilaban estrechamente y daban cuenta del más leve incidente del ejército contrario. En cualquier momento podía producirse la colisión; acababa de comenzar el mes de diciembre de 1824. No sería un combate más, en el decurso de la larguísima guerra, éste tendría carácter decisivo.

O cesaba la lucha o se prolongaba en condiciones en extremo favorables para España. En caso de derrota de Sucre, se aniquilaban los soldados colombianos, que eran lo realmente valioso en el ejército republicano unido, y se producía una desmoralización que ni el genio de Bolívar hubiese podido compensar con las fuerzas que había preparado en Lima.

Sucre, por tanto, llevaba sobre sí no un dilema, sino la obligación de la victoria, sin alternativa.

Y Sucre sentía la conciencia del triunfo. Presentó batalla el día 2, el día 3, sin que se le aceptara el reto.

Buscaban los españoles un golpe sorpresivo que debilitara las fuerzas enemigas. Y le dieron ese día 3, al atravesar los de Sucre la quebrada de Collpahuaico. A las tropas españolas se las veía quietas, hacia el lado izquierdo. Nada sucedió mientras pasaron las divisiones de los generales José Córdova y José La Mar. De pronto, una columna enemiga, que había caminado por detrás de las lomas ocultamente, cayó sobre los batallones Vargas, Vencedor y Rifles, que venía a retaguardia.

Aparece aquí la serenidad del general Sucre, quien ordena que las unidades que habían logrado cruzar ya la quebrada prosigan la marcha, que el batallón Rifles, desplegado en guerrillas, trepe la loma a cualquier precio; que los otros dos cuerpos, tomando otro camino, alcancen la altura y defiendan con sus fuegos tanto al Rifles como la caballería y el parque. Así, el enemigo no halló punto concreto de ataque eficaz.

La oportunidad de mando de Sucre tuvo efecto e impidió el desastre.

En la sorpresa perdieron los independientes más de 300 hombres, parque de campaña y una pieza de artillería.

¿Ganaron algo? Sucre lo dijo: “Este choque hizo creer a los españoles que los republicanos se hallaban gravemente lesionados; por lo mismo, decidieron empeñar la batalla cuanto antes”.

En los días siguientes, hasta el 8 de diciembre, los realistas hicieron un movimiento rápido y se situaron en lo alto del cerro Condorcunca, al cabo de cuya falda de suave plano inclinado se extiende la planicie de Ayacucho. El pequeño promontorio no se alza sobre la planicie sino 300 pies. Hace un frío intenso. En el pueblecillo vecino Quinua, donde tratan de dormir los republicanos, discurren silenciosamente las plegarias, o las maldiciones.

Durante toda la noche, pequeñas guerrillas han disparado, casi sin cesar, para impedir que los españoles cambien de localización.

La gran batalla de Ayacucho

El choque en Ayacucho –gigantesco en aquellos tiempos– no duró sino tres o cuatro horas.

Desde las alturas del Condorcunca, el Estado Mayor realista observa las maniobras de los patriotas. Allí están José de la Serna, José de Canterac, Alejandro González Villalobos, Jerónimo Valdés, Juan Antonio Monet, Valentín Feraz, el ‘Carnicero’ José Carratalá, Andrés García Camba y otros. Cuenta este último, en sus memorias, que, al divisar a las tropas patriotas, con sus casacas oscuras y sin el brillo de los escuadrones realistas, algún general español exclamó: “Parecen monjes, no podemos perder contra esas tropas”.

Sucre estaba en grave desventaja con una diferencia de 3.500 combatientes en su contra: los hispanos se presentan con 9.310 soldados y 14 cañones, y él no dispone sino de 5.780 y una pieza de artillería.

La otra realidad contraria: que los realistas, al descender de la colina sobre la planicie, pueden arrollar y arrollar y arrollar.

Del lado derecho de la pampa –vista desde el campo patriota– hay un barranco y entre el cerro y la llanura se abren quebradas que pueden ser atravesadas con dificultad.

Sucre arenga a sus hombres: “De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. Soldados, otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia”.

“División, de frente, armas a discreción y a paso de vencedores”, fue la famosa frase de José María Córdova con la que ordenó la carga victoriosa. La acción de Córdova, quien mató a su caballo en plena batalla para no tomar la cobarde decisión de huir, fue decisiva para vencer al virrey José de la Serna.

Mucho menos homérica, pero propia de un hombre hijo de los llanos, fue la arenga del general Jacinto Lara a sus tropas: “Zambos del carajo, al frente están los godos puñeteros. El que manda la batalla es Antonio José de Sucre que, como ustedes saben, no es ningún cabrón, conque así, apretarse los cojones y a ellos”.

Valdés, valeroso y hábil general asturiano, va a dirigir la batalla de la otra parte.

El plan estratégico de Sucre se condensa así: “Atacar a fondo al enemigo, destrozando una después de otra las columnas que vayan bajando del cerro, sin permitirles desplegarse en la llanura”; compensaba así la peligrosísima inferioridad numérica de sus batallones.

Valdés piensa de otra manera: “Me situaré al otro lado de la barranca; de esa manera podremos sin gran dificultad posesionarnos de la importantísima posición que ofrece la eminencia que allí se ve. Conseguido eso, dentro de dos horas quedará todo concluido, pues tomaremos al enemigo entre dos fuegos”.

Ambos cumplieron su plan. Valdés pasó la barranca para apoderarse del sitio que necesitaba. Pero le forzaron a retroceder y a pagar muy caro, en vidas, la audaz irrupción. Por ende, se le desmoronó la obra. Había fundado su victoria en una suposición: la de que lograría alcanzar un punto determinado.

Sucre no confió de ninguna contingencia. Su sabia táctica ha quedado como modelo de arte militar en las guerras de aquellos tiempos; defendió enérgicamente el lado vulnerable, frente a Valdés, mientras destrozaba a los que, atropelladamente por falta de espacio, iban bajando de la colina. Esta victoria fue obra exclusiva del talento militar, secundado por jefes y tropas veteranos, acostumbrados a enfrentar a la muerte en el campo de sangre.

El desenlace de la batalla consta en un parte de guerra de lenguaje sencillo, puro: “Se hallan, por consecuencia, en este momento en poder del ejército libertador los tenientes generales La Serna y Canterac; los mariscales Valdés, Carratalá, Monet y Villalobos; los generales de brigada Bedoya, Ferraz, Camba, Somocurcio, Cacho, Atero, Landázuri, Vigil, Pardo y Tur, con 16 coroneles, 68 tenientes coroneles, 484 mayores y oficiales; más de 2.000 prisioneros de tropa; inmensa cantidad de fusiles, todas las cajas de guerra, municiones y cuantos elementos militares poseían”.

España perdió todo en esta acción final. Y el feroz encarnizamiento con que se peleó aparece, patético, en los muertos y heridos reflejados en el parte de guerra: “Víctimas realistas: 1.800 muertos y 700 heridos. Víctimas republicanas: 310 muertos y 609 heridos”.

Con la batalla de Ayacucho se cerró el proceso de independencia de todo el continente.

En las guerras de aquellos tiempos el vencedor sufría menos bajas en sus filas porque la mayor carnicería se efectuaba a la hora de la persecución a los vencidos, que huían en todas direcciones. Bolívar –y lo mismo Sucre– consideraban la persecución tan importante como la batalla en sí.

De Sucre a Bolívar

Dos cartas, una tras otra, escribió Sucre al Libertador para comunicarle la victoria. La primera no entra en detalles. La segunda, más austera, señala pormenores y presenta una petición de carácter personal.

Dice la primera: El campo de batalla ha decidido, por fin, que el Perú corresponde a los hijos de la gloria. Seis mil bravos del ejército libertador han destruido en Ayacucho los diez mil soldados realistas que oprimían esta república: los últimos restos del poder español en América han expirado el 9 de diciembre en este campo afortunado. Tres horas de un obstinado combate han asegurado para siempre los sagrados intereses que V. E. se dignó confiar al ejército unido. Han pasado cuatro horas desde que terminó la batalla, y diferentes cuerpos persiguen los dispersos enemigos en varias direcciones. Por este momento el ejército libertador ofrece a V. E., como un trofeo de Ayacucho, catorce piezas de artillería, dos mil quinientos fusiles, más de mil prisioneros, entre ellos el virrey La Serna y sesenta jefes y oficiales; más de mil cuatrocientos cadáveres y heridos enemigos y multitud de otros elementos militares. Calculo nuestra pérdida en ochocientos o mil hombres. No hay tiempo para hacer detalles”.

Se cree que la primera carta –eufórica, altisonante, que no son propias del general– debió de ser redactada por otro y firmada por Sucre.

La otra carta señala más detalles de la acción. Aquí ya hay una redacción directa de Sucre.

“He creído de justicia –dice– conceder algunos grados. No he podido renunciar a los premios debido a aquellos que han dado en una batalla la libertad al Perú y la paz a la América. Por premio para mí, pido a usted me conserve su amistad”.

Y aquí, sin espera ninguna, estampa su petición personal: “Creo que para terminar esto, con un cuerpo de seis mil hombres contra tres mil (que me asegura Canterac ser toda la fuerza de Olañeta), basta cualquiera y, por tanto, me atrevo a suplicar a usted por mi relevo y el permiso de regresarme, puesto que ya se ha terminado el negocio éste”.

Bolívar responde, negando a lo solicitado: “Mi querido general, llene usted su destino, ceda usted a la fortuna que lo persigue, no se parezca usted a San Martín y a Iturbide, que han desechado la gloria que los buscaba. Usted es capaz de todo y no debe vacilar un momento en dejarse arrastrar por la fortuna que lo llama. Usted es joven, activo, valiente, capaz de todo, ¿qué más quiere usted? Una vida pasiva e inactiva es la imagen de la muerte, es el abandono de la vida, es anticipar la nada antes que llegue. Yo no soy ambicioso, pero veo que usted debe serlo un poco para alcanzarme o superarme”.

Capitulación del ejército español

El Gran Mariscal

Sucre mostró ante los vencidos una nobleza sin límites. En el acta de capitulación hizo el Mariscal concesiones de generosidad extraordinarias, cuando pudo imponer a los vencidos una rendición absoluta, sin condiciones.

¿Por qué ni para qué –decía más tarde– humillar a quienes acababan de perder un vastísimo imperio para siempre?

Y es que en Ayacucho se hundieron, ahogándose en sangre y humo de pólvora, los sueños imperiales de los Reyes Católicos, de Carlos V, Felipe II y Fernando VII. España volvió a su antiguo ser de país continental europeo. Y lo poco que le quedaba en América –Cuba y Puerto Rico– se esfumó setenta y tres años más tarde. Al concluir el siglo XIX ya no tenía la posesión de un solo kilómetro cuadrado en el Nuevo Mundo.

Tras la victoria, Bolívar elevó inmediatamente a Sucre, que está para cumplir los treinta años, al rango de Gran Mariscal; confirmó todos los ascensos determinados por Sucre. Y decidió el galardón sumo, el premio único para el inmenso cumanés: escribir su biografía sucinta, que apareció publicada dos meses después, en Lima, en un total de once páginas. El Libertador, en su grandeza, fue el redactor de la biografía de otro.

En carta el Libertador le dijo a Sucre, el 21 de febrero de 1825: “Usted créame, general, nadie ama la gloria de usted tanto como yo. Jamás un jefe ha tributado más gloria a un subalterno. Ahora mismo se está imprimiendo una relación con la vida de usted, hecha por mí; cumpliendo con mi conciencia, le doy a usted cuanto merece. Esto lo digo para que vea que soy justo: desapruebo mucho lo que no me parece bien, al mismo tiempo admiro lo que es sublime”.

En esas páginas biográficas estampó el Libertador: “La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución, divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a los vencedores de catorce años y a un enemigo perfectamente constituido y hábilmente mandado”.

República Bolívar

El Libertador, poco después –10 de abril– salió de Lima con su Estado Mayor a recorrer las regiones independizadas, rumbo al sur. Empieza en grande la acción civil reedificadora. La paz va a ser tan difícil como la guerra.

No se encontrará Bolívar con Sucre sino más tarde. Mientras, van a desarrollarse sucesos de alta trascendencia. La liberación comienza a mostrarse creadora.

Sucre también emprende el camino hacia las zonas liberadas. Cruza el Desaguadero con el ejército libertador y el 7 de febrero de 1825 entran a La Paz, bajo aclamaciones multitudinarias.

Por la noche se sirvió un banquete en honor de Sucre y sus oficiales.

Dos días después, el 9 de febrero de 1825, cumple el Gran Mariscal un acto trascendente: redacta y firma el decreto por el cual convoca a Asamblea de diputados de las cuatro provincias altoperuanas, a fin de que en ella se decida el destino que ha de tomar la región.

No ha sido expresamente autorizado para ello por Bolívar, presidente dictatorial del Perú, e ignora lo que piense la Argentina.

Asume, sin embargo, las consecuencias de su paso por la zona liberada y cita al extraordinario cónclave, de donde va a emerger una nación más en América que se denominará como República Bolívar, en homenaje a su libertador.

Sucre no se equivoca

El Libertador al recibir la carta de Sucre, de ocho días antes, en la que le anunciaba la convocatoria a una Asamblea Constituyente, reacciona con energía y la desaprueba por anticipado: “Ni usted, ni yo, ni el Congreso mismo del Perú, ni de Colombia, podemos romper y violar la base del derecho público que tenemos reconocido en América (...) El Alto Perú es una dependencia del Virreinato de Buenos Aires (...) Llamando usted estas provincias a ejercer su soberanía, las separa de hecho de las demás provincias del Río de la Plata (...) Usted tiene una moderación muy rara. No quiere ejercer una autoridad de general cual le corresponde, ejerciendo de hecho el mando del país que sus tropas ocupan, y quiere, sin embargo, decidir una operación que es legislativa”.

Cuando el Libertador recibe el decreto del 9 de febrero, habla con mayor enojo: “Convenga usted conmigo, aunque le duela su amor propio, que la moderación de usted le ha dictado un paso que jamás pudo ser bastante lento. Lo que a mí me hacía dudar, y por lo mismo no resolver, lo juzgó usted muy sencillo y lo hizo sin necesidad. Digo sin necesidad primero, porque el país no se había libertado; segundo, porque un militar no tiene virtualmente que meterse sino en el ministerio de sus armas, y tercero, porque no tenía órdenes para ello”.

Replica Sucre con firmeza, sin perder su posición de subalterno:

“Mil veces he pedido a usted instrucciones respecto del Alto Perú y se me han negado, dejándome abandonado (...) Usted dice que la convocación de esta Asamblea es reconocer de hecho la soberanía de las provincias, ¿y no es así en el sistema de Buenos Aires, en que cada provincia es soberana? ¿Salta, Córdoba, Tucumán, La Rioja, Santa Fe, etc., no tienen sus gobiernos independientes y soberanos? En mi triste opinión, encuentro haber hecho un servicio al país, a Buenos Aires y a la América con la convocación de esta Asamblea. (...) Desde ahora sí le advierto que ni usted ni nadie une estas provincias, de buena voluntad, a Buenos Aires, porque hay una horrible aversión a este vínculo. Si usted tiene idea de unirlas, puede decir a Buenos Aires que mande un fuerte ejército para que lo consiga, pues de otro modo es difícil”.

El gobierno de Buenos Aires, un día antes del decreto de Sucre –las grandes distancias impedían la coincidencia de los sucesos– le notificaba su pensamiento y determinación al general José Antonio Álvarez de Arenales en estas palabras categóricas: “Gobierno de Buenos Aires, encargado del poder ejecutivo nacional, ha venido en autorizar plenamente, como por la presente autoriza al señor coronel mayor don Juan Antonio Álvarez Arenales, gobernador y capitán general de Salta, para que ajuste las convenciones necesarias, sobre la base de que las cuatro provincias hasta el Desaguadero han de quedar en la más completa libertad para que acuerden lo que más convenga a sus intereses y gobierno”.

Arenales se lo comunicó a Sucre y se lo hizo saber al Libertador.

Éste, con astuta provisión, obtuvo que el Congreso del Perú expidiese una resolución refrendando la convocatoria a la Asamblea.

Así, Buenos Aires y el Perú autorizaron la constitución de la nueva nacionalidad. Sucre había acertado plenamente.

//Fuente ABI

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